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Reforma agraria

La reforma no expresa solamente un cambio, una ruptura, sino también un propósito: su objetivo es mejorar una situación de hecho que los reformistas quieren abolir. Esta doble dimensión es particularmente notable en la reforma agraria (o “de la tierra”), que se refiere literalmente a la implementación de nuevas políticas de tierras agrícolas, pero que posee, en realidad, un mensaje muy diferente: el de la redistribución de la tierra en favor de los campesinos.



La Conferencia Internacional sobre Reforma Agraria y Desarrollo Rural (Porto Alegre, 2006) define la reforma agraria como “un instrumento para combatir la pobreza [que] debería promover la justicia social y elevar la productividad.” En la Declaración Final se afirma que, además de la reducción de la pobreza mediante la ampliación del acceso a la tierra, tiene como objetivo promover el desarrollo sostenible, así como garantizar la igualdad entre hombres y mujeres. Por lo tanto, la reforma agraria tiene múltiples funciones. Se trata de una política económica y social integral, cuyo objeto no se resume a infringir los derechos de algunos para asignar títulos de propiedad al mayor número; si ella se limitara únicamente a ello, el Estado que la conduciría carecería de su objetivo. Por cuanto constituye una herramienta en la lucha contra la pobreza y la inseguridad alimentaria, asume que la tierra sea redis-tribuida según un criterio de utilidad. Por tanto, debe garantizarse que la productividad agrícola no se afecte negativamente por la reforma, promoverse la circulación de las producciones, etc. Es por ello que los programas de capacitación para los nuevos propietarios y las medidas de asistencia financiera y técnica acompañan la aplicación de la reforma. La creación o la modernización de la infraestructura adecuada también resulta ser necesaria (por ejemplo: caminos, tuberías de agua).

Al igual que el desarrollo sostenible o la soberanía alimentaria en los cuales el derecho tiene dificultades para concretarse a pesar de su incuestionable realidad mediática, la reforma agraria se presenta ante todo como un contenedor, un vehículo que permite poner en primer plano un conjunto de valores y reclamos presentados por la sociedad civil (véase la Declaración Bukit Tinggi, 2012). En el ámbito jurídico, es evidente que no está exenta de consecuencias: una reforma agraria produce principalmente efectos en los derechos de propiedad. Con frecuencia, tal reforma implica el traslado forzoso de los derechos sobre las tierras a favor del Estado, de una colectividad pública, de grupos privados o, más directamente, de los particulares (campesinos). Constituye pues una contrariedad para el propietario histórico, cuyas prerrogativas son frontalmente desafiadas. Este menoscabo a la propiedad (o, a veces, al uso de la tierra), que es la esencia de la reforma agraria, se vincula con la problemática de los derechos fundamentales. Contrariamente a la creencia popular, el tema de la lucha contra el hambre no es un problema de cantidad (producir más para satisfacer las necesidades básicas de todos), sino de acceso a una alimentación que a menudo se encuentra presenta en volúmenes suficientes; por ello debe vincularse más bien con la pobreza. Sin embargo, paradójicamente, el 75% de las personas que viven en pobreza extrema en el mundo viven en zonas rurales. Se trata de trabajadores que no son propietarios de las tierras que cultivan (trabajadores, aparceros…), o de pequeños propietarios cuya parcela de tierra no es lo suficientemente grande para su alimentación, la de su familia o la de su comunidad (se habla a menudo de “minifundios” en contraste con los “latifundios”, que describen un sistema de grandes propietarios). A partir de ello, se comprenden mejor los objetivos de una reforma agraria: romper con la concentración de la tierra cultivable en manos de unos pocos grandes terratenientes, para repartirla de manera más equitativa y así asegurar la distribución de los recursos y de la riqueza. Lo que se encuentra en juego es entonces el acceso a la tierra, por cuanto contribuye a la reducción de la pobreza y, por lo tanto, condiciona el acceso a la alimentación. La reforma agraria es, en última instancia, una forma de arbitraje, de reequilibrio radical entre los derechos considerados como fundamentales y puestos en balance: la propiedad privada, por un lado; y el acceso a la tierra y a la alimentación, por el otro.



Los ejemplos abundan, todos los países ha llevado a cabo una o más reformas agrarias durante su historia. En Brasil, la Ley de 1964 sobre el régimen de la tierra se adoptó para repartir más justamente las tierras agrícolas, hasta ese momento pertenecientes a un pequeño grupo de antiguos colonos (latifundios). Los frutos están aún pendientes, el Gobierno Federal impulsó especialmente la modernización de la agricultura brasileña, un uso intensivo de insumos químicos y el desarrollo de la mecanización a expensas de una verdadera redistribución de la tierra. Este es el origen del Movimiento de los “Sin Tierra”, que reúne a los pequeños propietarios y a los trabajadores agrí-colas, descendientes en su mayoría de los esclavos, obligados al éxodo tras ser desalojados o despedidos como resultado de los grandes trabajos de ordenamiento del territorio realizados desde la década de 1970. El Movimiento reivindica la aplicación de una “verdadera” reforma agraria y la recuperación de las tierras ociosas para asignarlas a los trabajadores agrícolas; una asignación autoritaria, contraria a las soluciones preconizadas por el Banco Mundial, el cual prefiere utilizar los recursos que ofrece el mercado. En efecto, el recurso a la venta es rechazado por el movimiento antiglobalización que ve en él un riesgo de endeudamiento para el nuevo propietario (las reivindicaciones del Movimiento son similares a los combates llevados a cabo en Bolivia, por una organización homónima y, en la India, por Ekta Parishad).

La búsqueda de una vía de solución fuera del mercado se encuentra en el corazón de un modelo de reforma agraria; sin embargo, no participa en la definición de esta última. Hay una pluralidad de reformas que se desarrollan según las diferentes modalidades. Las opciones “blandas”, especialmente respetuosas de un derecho de propiedad declarado como inviolable, con frecuencia son elegidas por los Gobiernos: la adquisición de tierras a través de los canales tradicionales (venta amistosa) o expropiación mediando una indemnización justa. Sin embargo, el Informe de la Conferencia de Porto Alegre señaló que “los mecanismos de redistribución de tierras piloteados por el mercado basados en una lógica de «comprador disponible: vendedor disponible» no habían resultado en un derecho a la tierra suficientemente rápido y que presentaban problemas de implementación significativos.” Además, esta alternativa requiere la movilización de recursos financieros particularmente importantes. Representa un costo exorbitante que puede ser difícil de soportar. Entonces, algunos recurren a modelos menos consensuales, basados en la desaparición de los derechos de los grandes terratenientes, sin compensación. Este experimento se llevó a cabo en Zimbabue cuando, en un primer momento, el país se vio obligado a comprar la tierra a los colonos británicos, de conformidad con un proceso lento y costoso (su derecho de propiedad estaba constitucionalmente protegido durante 10 años, según los Acuerdos de Lancaster House firmados en 1979), un régimen de confiscación fue adoptado en un segundo momento, instaurando una reforma “acelerada”, en 2000.

Originalmente concebida como una herramienta para la paz y la estabilidad social (en palabras del ex Secretario General de las Naciones Unidas, Kofi Annan), la reforma de Zimbabue no logró, sin embargo, calmar el descontento social que desgarraba al país (ocupaciones violentas, asesinato de granjeros blancos): se lleva a cabo sin transparencia; quienes ejercían el poder se arrogan las mejores tierras; pocos trabajadores agrícolas consiguen finalmente un título de propiedad y las promesas del poder (nuevas carreteras, construcción de pozos, desarrollo de la mecanización agrícola, acceso a las semillas…) no se cumplieron. La economía nacional en crisis, afectada por la fuerte caída en la producción de maíz y tabaco, primer sector de exportación. Declarada ilegal por el Corte Suprema de Harare, provocó también la hostilidad de la comunidad internacional, en particular de los Estados y las instituciones internacionales que se comprometieron a asignar fondos para la implementación de la reforma (cabe precisar, sin embargo, que mientras que el coste total de la reforma se estimó en casi 2 mil millones de dólares, sólo 180.000 fueron en realidad asignados para esta ayuda).
No debe inferirse necesariamente de la experiencia de Zimbabue que la idea de la reforma agraria “fuera del mercado” resulta inoperante y que la solución “dentro del mercado” es la única concebible; simplemente se debe comprobar que esta reforma fracasó. Asimismo, otros han explorado vías originales con más éxito. Así, Taiwán decidió, además de establecer una superficie máxima para la propiedad agrícola (menos de 3 hectáreas), asignarle a los grandes propietarios japoneses expropiados una compensación bajo la forma de distribución de acciones en las sociedades capitalistas recientemente creadas por el poder (Japón y Colombia procedieron de una manera comparable, con el otorgamiento de bonos del Estado).

Más allá de la diversidad de los caminos emprendidos, cualquier reforma agraria tiene como denominador común la afectación a los derechos anteriormente establecidos sobre las tierras redistribuidas: cuando estas tierras pertenecen a particulares, la propiedad privada es objeto de cuestionamiento sobre la base del interés público o, para usar una frase empleada en los derechos de latinoamericanos, la función social de la propiedad (en términos del antiguo artículo 10 de la Constitución chilena adoptada en 1967, el derecho a la propiedad privada no debe contradecir todo “cuanto exijan los intereses generales del Estado, la utilidad y salubridad públicas, el mejor aprovechamiento de las fuentes y energías productivas en el servicio de la colectividad y la elevación de las condiciones de vida del común de los habitantes”); cuando el Estado conserva la propiedad “eminente” de la tierra y que solo ha concedido el uso (exclusivo) de la tierra, es este uso el que sufre el cambio. Sin embargo, esta redistribución no siempre se lleva a cabo, en la práctica, en beneficio de los más pobres. Así, la reforma emprendida en Madagascar causó agitación social que marcó la isla a principios del siglo XXI: con el objetivo de promover el desarrollo de su economía nacional, el país se propuso asegurar los títulos de propiedad heredados de costumbres no escritas mediante la instauración de un sistema de certificados. La operación no buscaba otra cosa que permitir la clarificación de los derechos sobre las tierras con el fin de facilitar su compra y su entrega. La reforma tuvo el inconveniente de que muchos se vieron desposeídos de las tierras que cultivaban, ante la imposibilidad de aportar la prueba de sus derechos ancestrales. Esta pérdida masiva dejó libre al Estado de Madagascar para alquilar grandes extensiones de tierra; una oportunidad que aprovechó un operador coreano, apoderándose de 1,3 millones de hectáreas durante un plazo 99 años. El rápido deterioro del clima político, la ira popular, así como la caída en el precio mundial del maíz (el propósito del operador era producir este cereal) socavaron, sin embargo este proyecto.

Resulta evidente que la reforma agraria también concierne el tema del acaparamiento de tierras y, en términos más generales, de las inversiones internacionales. Se plantea, en este sentido, la cuestión de si un inversor extranjero puede beneficiarse, de una forma u otra, de la nueva política de tierras decidida en los altos niveles del Estado; si bien se trata sin duda en parte de una cuestión de oportunidad, hay que señalar que Sudáfrica consideró responder negativamente, al rechazar la asignación de tierras cultivables a los extranjeros, antes de optar por un sistema de alquiler altamente regulado (sin transferencia de propiedad). Pero también plantea, y quizás lo más importante, una segunda pregunta, que es consecuencia: un inversor extranjero, regularmente instalado en el territorio, ¿puede ser despojado por el hecho del príncipe, por el efecto de la reforma agraria? Los derechos de los inversionistas son objeto de especial atención por parte del derecho de las inversiones directas: si bien, por una parte, los tratados bilaterales entre el Estado de origen y el Estado receptor de capitales extranjeros afirman la soberanía de éste último sobre sus recursos naturales y su tierra (de acuerdo con la posición de la FAO, expresada en la Carta del Campesino de 1979), establecen, por otra parte, un marco jurídico aplicable a cualquier proyecto de inversión, incluidos aquellos relativos a los recursos naturales y la tierra, para proteger al operador extranjero contra cualquier expropiación autoritaria. Claramente, el Estado es libre de implementar su reforma (la soberanía no está limitada por el tratado), pero su decisión lo expone a indemnizar al inversor expropiado. Si bien la obligación de indemnización no es per se una consecuencia necesaria (han existido proyectos internacionales que permiten a los Estados confiscar, sin compensación, la propiedad extranjera por motivos legítimos restringidos, lo que también demuestra que la concepción de la propiedad privada, exclusivista y absoluta, no es necesariamente universal), no resulta ser particularmente grosera. Sin embargo, su evaluación puede causar dificultades por cuanto la indemnización se calcula por referencia al valor real de la inversión, incluido el precio de la tierra; no entran en juego ni los beneficios percibidos en razón de la actividad anterior desarrollada por el inversionista, ni las infracciones potenciales de éste (promesas incumplidas de modernización de la infraestructura o del financiamiento de programas sociales locales, etc.). Estos elementos no influyen en el cálculo de la indemnización, cuyo alto monto puede disuadir a los Estados más pobres a considerar una reforma agraria expropiatoria.




En definitiva, la reforma agraria es una política ambiciosa y, por tanto, muy sensible. Por esta razón, no siempre produce los efectos a gran escala esperados, sobre todo por cuanto, para lograr su plena vigencia, debe realizarse con un cierto radicalismo, lo que no es fácil de asumir política, económica y jurídicamente. Sin embargo, es un remedio innegable contra el hambre, la pobreza y continúan siendo considerada como tal, especialmente por la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura. El Plan de Acción de la Cumbre Mundial sobre la Alimentación instó, en 1996, a los Estados a establecer “mecanismos jurídicos […] que permitan avanzar en la reforma agraria.” Seis años más tarde, el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentación persiste, fustigando la inercia de estos últimos en la materia: la reforma agraria “debe ser una parte fundamental de las estrategias del Gobierno encaminadas a reducir el hambre. […] debe ser justa y transparente.