Presentación
A
B
C
D
E
F
I
M
O
P
R
S
T
Crisis alimentaria
En 2008, el tema del “hambre” regresó repentinamente a las agendas políticas y a los medios de comunicación internacionales, a causa del aumento repentino de los precios de los cereales (75% de alza para el arroz, 120% para el trigo, etc.), lo que provocó una ola sin precedentes de disturbios urbanos en casi cuarenta países (Haití, México, Camerún, Senegal, Filipinas, Indonesia…). El pánico invadió a la comunidad internacional, que se vio claramente sorprendida por la gravedad de la situación. Fue calificado de “tsunami alimentario y humanitario”, como si se tratara de un cataclismo natural e inesperado; también de “primera crisis mundial de alimentos”, este aumento repentino de los precios redujo a decenas de millones de personas a la pobreza, anulando, según el presidente del Banco Mundial, todos los esfuerzos realizados desde el milenio para combatir la pobreza.
Combinando sus efectos con los de la crisis financiera de algunos meses más tarde, esta “crisis” hizo que el número de personas desnutridas en el mundo aumentara a una cifra sin precedentes desde los años 1970, de casi mil millones de personas. Con la reactivación de los miedos ancestrales de un déficit de alimentos, esta crisis marcará un punto de inflexión importante, una ruptura, en el enfoque del desarrollo que seguían hasta entonces las organizaciones internacionales, lo que las obligó a rehabilitar el desarrollo agrícola – campo largamente relegado a un segundo plano de las prioridades, en favor de la agenda de la buena gobernanza – en sus estrategias para luchar contra el hambre y la pobreza.
Si bien se dio rápidamente un consenso sobre la necesidad de rehabilitar la agricultura en las estrategias de desarrollo, las interpretaciones que se han propuesto sobre la crisis no son unánimes. Para algunos, el aumento de los precios de los productos se debe principalmente a una combinación de impactos repentinos, inesperados y exógenos: malas cosechas en algunos de los principales países productores (Australia, Ucrania, etc.); reducción de las existencias internacionales y alza simultánea en los precios del petróleo, que provocaron una serie de comportamientos perversos e irracionales por parte de los participantes en el mercado (compras anticipadas con carácter preventivo, especulación, reacciones proteccionistas de algunos países exportadores, etc.), que condujeron a un aumento desproporcionado de los precios que, sin embargo, estarían llamados a volver a bajar y recuperar su equilibrio inicial con el regreso de las buenas cosechas (ya anunciadas para la primavera de 2008).
Para otros, sin negar los efectos coyunturales, consideran que este espectacular aumento de los precios refleja, más bien, un desequilibrio estructural duradero, bajo el efecto combinado de varios factores endógenos que afectan la oferta alimentaria. Entre ellos, se mencionan: la disminución de los rendimientos de la agricultura intensiva; la pérdida irreversible de las tierras de cultivo debido al cambio climático; el agotamiento de recursos; la creciente demanda de los países emergentes, asociada al cambio en los hábitos alimentarios de su población; el cambio en el uso del suelo (urbanización, carreteras, represas, proyectos de minería…); o incluso la sustitución de cultivos alimentarios por cultivos energéticos. En este sentido, el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentación, Olivier de Schutter, considera que los agrocombustibles son los principales responsables del aumento de los precios de los productos básicos, unido a fenómenos especulativos.
Teniendo en cuenta la crisis desde la perspectiva única de una disociación entre la oferta y la demanda, sea esta disociación de naturaleza coyuntural o estructural, y situando sus causas fundamentalmente del lado de un déficit de producción, estas dos posiciones dominantes están lejos de satisfacer a ciertos expertos. Al considerar estas explicaciones parciales, limitadas o, incluso, sesgadas, estiman que es necesario buscar las causas de la crisis fuera de los determinantes directos del alza de los precios. Cualquiera que sea el peso y el papel de las causas dadas para explicar este aumento repentino, estos esquemas explicativos no permiten entender por qué tantas personas en el mundo están en una situación de malnutrición crónica, mientras que la producción aumenta tan rápido, incluso más rápido que el crecimiento demográfico y que en los últimos años ha alcanzado niveles récord; o por qué una disminución relativamente modesta y transitoria de la producción fue suficiente para sumir a millones de personas en la pobreza extrema, mientras que las reservas disponibles pueden teóricamente alimentar a toda la población mundial.
Sin duda, el crecimiento horizontal (a través de la extensión de las áreas de cultivo) y vertical (a través de un mayor crecimiento de la productividad y de los rendimientos) es esencial para afrontar los retos del crecimiento demográfico; resulta ser perfectamente posible (sólo 1,5 mil millones de hectáreas se encuentran actualmente en explotación de las 3,3 mil millones de hectáreas disponibles). Pero, como señala el economista hindú Amartya Sen, el hambre es más un problema de acceso a los alimentos que un problema de disponibilidad de alimentos. En otras palabras, es inútil aumentar la producción mientras que algunas personas no tengan los medios para comprar la comida. ¡Las personas están hambrientas sobre todo porque son pobres!
Este es el corazón del análisis que estos expertos realizan sobre la crisis: la crisis no habría tenido un impacto tan grande si las poblaciones afectadas por el alza de los precios no hubieran sido tan vulnerables a causa de su pobreza. Así, esta crisis ha puesto de manifiesto sobre todo, la creciente vulnerabilidad de las poblaciones pobres urbanas, que se han vuelto ampliamente dependientes de las importaciones de alimentos. Y este aumento de la dependencia es, en sí mismo, el resultado de decisiones políticas razonadas y de las políticas económicas deliberadas que lo único que han hecho es empobrecer a un gran segmento de la población rural (pequeños agricultores familiares, trabajadores agrícolas, campesinos sin tierra, etc.), el cual constituye actualmente la aplastante mayoría de personas que padecen hambre.
Al poner a competir a las pequeñas explotaciones con los gigantes agroindustriales internacionales, las políticas de apertura y de liberalización de los mercados agrícolas – junto con la desvinculación del Estado respecto de los sectores agrícolas locales – han diezmado rápidamente a los pequeños productores incapaces de hacerle frente a la caída de los precios que se produjo (casi constante en términos reales desde la Segunda Guerra Mundial y así, hasta el incremento reciente); los precios se alinean generalmente al nivel de los productores más competitivos. Al mismo tiempo, al fomentar la sustitución de los cultivos alimentarios locales por monocultivos de exportación, más apreciados en los mercados internacionales, estas orientaciones conllevan la privación de importantes reservas de producción alimentaria en muchos países.
Algunos de ellos, otrora autosuficientes, se han convertido, en unos pocos años, en peligrosamente dependientes del mercado internacional para alimentar a su población, especialmente la de sus ciudades dilatadas por la afluencia de campesinos empobrecidos. En estas condiciones, un fuerte aumento de los precios internacionales sólo podía afectar directamente a las poblaciones urbanas pobres – privadas de cualquier red de seguridad -, erosionando súbitamente su poder adquisitivo. No es casualidad que los disturbios urbanos más graves – llamados impropiamente “revueltas del hambre”, pues eran rara vez realizadas por personas hambrientas – tuvieron lugar en los países que han sacrificado gran parte de su campesinado, apostando a las importaciones “a buen precio”.
En esta perspectiva, la crisis alimentaria de 2008, más que una simple desconexión de la oferta y de la demanda, refleja sobre todo la insuficiencia del modelo agroalimentario actual y el fracaso de las políticas económicas que lo sustentan.
Es evidente que las instituciones internacionales parecen tener muy poco en cuenta este análisis, a pesar de que reconocen que la falta de inversión en los sectores agrícolas locales ha aumentado la vulnerabilidad de los países. Al favorecer una lectura limitada de la crisis, ofrecen soluciones para estimular a cualquier costo la producción, a incrementar la productividad y aumentar la oferta de alimentos. También, junto a un fortalecimiento de los mecanismos de alerta y de algunas medidas paliativas de emergencia, abogan por: un aumento sustancial de la ayuda y la inversión, pública o privada, para sectores agrícolas; la implementación de políticas públicas para apoyar a los sectores agrícolas locales; la difusión de nuevas tecnologías donde faltan, para aumentar la productividad; o, incluso, reformas tributarias y del régimen sobre la tierra para que esta sea atractiva, donde es abundante, lamentablemente con el riesgo de fomentar el proceso actual de acaparamiento. A pesar de que ahora reconocen el papel central de la agricultura familiar en la lucha contra el hambre, siguen alentando la continuación, con algunos ajustes menores, de las negociaciones de la Organización Mundial del Comercio (OMC) sobre la liberalización del sector agrícola, con el pretexto de que los productos alimentarios de base sólo representan entre el 15% y el 20% del comercio internacional.
Para una gran mayoría de los movimientos campesinos y muchas de las organizaciones de la sociedad civil, estas nuevas estrategias internacionales para el desarrollo agrícola no son más que viejas recetas con nuevos ropajes. Cuestionando el rol asignado por las organizaciones internacionales a los inversores privados, estos actores exigen más bien un replanteamiento radical del actual modelo agrícola y, sobre todo, de las políticas de liberalización del mercado agrícola, a las que acusan de haber preparado el terreno para la crisis. Para ellos, la única respuesta adecuada al problema del hambre requiere un fortalecimiento de los pequeños campesinos, mediante: la implementación de programas integrales de reforma agraria; la aplicación de políticas agrícolas adaptadas al contexto y la necesidad de la población; y, sobre todo, la adopción de nuevas medidas de protección que garanticen precios estables, altos y remunerativos a los pequeños productores.
El concepto de “soberanía alimentaria”, planteado como un derecho internacional, resume de alguna manera sus propuestas. Se refiere a la capacidad de cualquier Estado o grupo de Estados de poner en marcha las políticas agrícolas más adecuadas para su población, sin que esta estrategia dañe a las poblaciones pobres de otros países. Elaborado en 1996 por la organización campesina internacional Vía Campesina, el concepto tiene el mérito de reintroducir, en un entorno socioeconómico cada vez más inestable, la cuestión de la regulación pública en el centro de los debates sobre el futuro de la agricultura; reabriendo y prolongando de esa forma un viejo debate de los siglos XVIII y XIX, que oponía a los padres fundadores de la economía en relación con la especificidad del hecho alimentario. La nueva alza de los precios a principios de 2011 da a sus defensores (de los campesinos) argumentos de peso.
Bibliografía sugerida: BRUNEL, S. (2009), Nourrir le monde, Vaincre la faim, Paris, éd. Larousse; DELCOURT, L. (2008), Mobilisations dans le Sud face à la crise alimentaire, in État des résistances dans le Sud – 2009, Face à la crise alimentaire, Paris, éd. Syllepse; OYA, C. (2011), Agriculture in the World Bank: blighted harvest persists, in The politi-cal economy of development, The World Bank, Neoliberalism and development research, bajo la dirección de K. Bayliss, B. Fine et E. Van Waeyenberge, Londres, Pluto Press, p. 146; PARMENTIER, B. (2009), Nourrir l’Humanité, Les grands problèmes de l’agricul-ture mondiale au XXIe siècle, Paris, éd. La Découverte, 2e éd.
LAURENT DELCOURT
Véase también: Acaparamiento de tierras – Agrocombustibles – Catástrofe – Especulación – Revueltas del hambre – Seguridad alimentaria – Soberanía alimentaria.